Ninguna emoción de las que experimento tiene
perdurabilidad. Porque están apoyadas sobre nada más que un deseo, sobre
fantasías de salir del lugar en el que me encuentro.
La ciclotimia se ha convertido en mi método para afrontar
el estrés. En el instante en que me hallo aliviado y esperanzado, intento
hacerme creer que por fin he escalado el pozo que me poseía en un estado irregular
e histérico, pero no, me equivoqué otra vez, pienso tan solo un par de horas
después, cuando estoy lamentando no poder ser más fuerte para no ahondar en
temas que me ablandan.
Las circunstancias me han llevado a pararme frente a un
gran espejo. Un reflejo constante de lo que hice hace dos años, porque sin
darme cuenta terminé capturado en el mismo juego, el juego que originalmente me
hacía tanto sufrir como delirar, delirar de como en tan poco tiempo había
pasado de ser un enclosetado a uno capaz de merodear en el terreno del amor y
la sexualidad. Pero ahora ya lo traspasé, me marchite en esa y otras muchas
situaciones, y no me ha quedado otra instancia que intentar transformar mi corazón
en robótico.
Y es así como ni bien quise rebajar mi armadura me
tajearon nuevamente, y caí en el ring de un juego al que nunca quise regresar,
y que ahora solo sufro, y no-sufro cuando estoy sumergido en falsas esperanzas
o me he tomado el trabajo de construirme la idea de que es posible para mí no
ser sentimental, y es cuando todo se resquebraja, por ser tan poco consistente,
que vuelvo a estar sumido en la incertidumbre nerviosa.
Mientras otros dramas en realidad más reales, de índole familiar,
me hacen toser de tedios y la facultad me estampa cada día en mi ojo titilante
sus clases eternas, espero que mis emociones sigan bajando decibeles. Y que la
próxima vez que me vea con mi oponente no me haga empezar de nuevo, o que por
fin alguna vez yo sea el admirado si es que vamos a jugar.
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